domingo, 15 de junio de 2008

Relato de un paseo por el puerto de Barcelona

Ahora que deambulaba bajo el pálido y caliente sol de aquella mañana de verano, en medio del ajetreo de hombres y barcos, afluyó a mi mente el recuerdo y las imágenes de aquella preciosa muchacha, hasta el punto en que mis ojos (los del alma, pero casi debería decir también los auténticos) no podían dejar de ver su imagen, bella y terrible como un ejército dispuesto para el combate.

Por tanto decirlo todo, y debo decir ahora, lo que entonces pensé y casi intenté ocultar ante mí mismo, mientras deambulaba por el puerto, echando de pronto a correr para poder atribuir al movimiento de mi cuerpo las repentinas palpitaciones de mi corazón, deteniéndome para admirar el trabajo de los pescadores y fingiendo que me distraía contemplándolos, aspirando a pleno pulmón el aire, como quien bebe para olvidar su miedo o su dolor.

En vano. Pensaba en la muchacha. Casi había olvidado la sensación intensa y fugaz que me habían deparado las conversaciones que tuve con ella, pero mi alma no había olvidado su rostro, como si en aquel rostro resplandeciera toda la dulzura de la creación.

De manera confusa y casi negándome a aceptar la verdad de lo que estaba sintiendo, descubrí que aquella preciosa muchacha era algo espléndido y maravilloso. Mis sentidos veían en ella el recéptaculo de t0das las gracias. Es difícil decir qué sentía yo en aquel momento. Podría tratar de escribir que deseaba verla aparecer en cualquier instante, y casi espiaba el trabajo de los pescadores, por si de detrás de las rocas, surgía la figura que me había seducido.

Pero no estaría diciendo la verdad, porque la verdad es que "veía" a la muchacha, la veía entre las ramas de los árboles, la veía en los ojos de las niñas que jugaban entre los barcos, y la oía en el murmullo de cualquier persona que pasara a mi alrededor. Era como si toda la creación me hablara de ella, y deseaba sí, volver a verla, pero también estaba dispuesto a aceptar la idea de no volver a verla jamás, siempre y cuando pudiera sentir el gozo que me invadía aquella mañana, y tenerla siempre cerca, aunque estuviese por toda la eternidad, lejos de mí.

Era, ahora intento comprenderlo, como si el mundo entero, solo me hablase del rostro que apenas había logrado ver unas cuantas veces. Como embriagado, gozaba de su presencia en las cosas que veía, y, al desearla en ellas, viéndolas, mi deseo se colmaba. Y sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de su ausencia, acompañada justamente de un temblor de todo el cuerpo, un impulso físico destinado a concluir en gritos y agitación.

Para justificar mi comportamiento de aquel día, puedo decir ahora que, sin duda, estaba poseído por el amor, que és pasión y ley cósmica. En efecto, en aquellos momentos veía a la muchacha mucho mejor que nunca, y hoy solo quiero su bien, y que sea feliz, y tampoco quiero pedirle nada en lo sucesivo, sino poder seguir pensando en ella y poder seguir viendola aparecer de entre las rocas, entre las ramas de los árboles y entre las velas de los barcos.

Quien lo probó lo sabe.
Abel.

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